domingo, 30 de noviembre de 2008

Grbavica


Ayer estuve trasteando por las webes para ponerme al día sobre la guerra de Bosnia. Nos cogió con 15 años por ahí y tenía una idea más mitificada del asunto que real. Así que, de página en página, comenzando por datos objetivos y acabando por testimonios personales de supervivientes de un documental -escalofriante- de la BBC, quería información de distintas fuentes, bandos y analistas para sacar la mía. La mía es la de siempre, una vez más, la tristeza que da el comprobar de nuevo que lo que uno piensa en general sobre el ser humano se corrobora cada día que pasa. Pero no me voy a extender en eso ahora, quizás otro día.

Lo que quería comentar es la película a la que me llevó el de-oca-a-oca internetesco por el que viajé. "Grbavica", un film que desconocía y que ganó el oso de oro en el festival de Berlín. Tremenda. La estructura de la película es más simple que un botijo, lineal, sin artificio cinematográfico y sin frivolités de postproducción. Pero lo que cuenta es tan devastador, y la directora -Jasmila Zbanic- lo hace con una sensibilidad tal, con una clase, que de puro golpetazo hace que al final uno acabe con los ojos como consomés. Puede ser porque antes de verla había leído un denso artículo de lo de Srebrenica, y el documental de lo de Vukovar. Y está bien visionar ese tipo de cosas dedicando el tiempo que requieren, no en informativos en los que te mezclan violaciones con el último gol de Cristiano Ronaldo y se quedan tan panchos. Entre esa ensaladilla, las noticias pierden fuerza. Por eso digo que está bien acercarse a ellas en un contexto más amplio, documental, libro, o lo que sea. Para que recordemos lo hijos de puta que podemos llegar a ser.

Volvamos a la película. Sin duda, el trabajo de dirección y el de las dos sorprendentes actrices que soportan la película -mención especial a Luna Mijovic, de 15 años- son la base de esta sobrecogedora historia que a mi, por lo menos, me puso al tanto de que algo de esperanza le queda a uno, a tenor de lo que sentí viéndola. Y, bueno, la historia que cuenta no creo que necesite ningún adorno -más bien lo contrario: la directora vuelve a demostrar su elegancia despojando la película de flashback fáciles o alguna imagen más impactante en la que sin duda habría caído más de uno-.

Una historia de lucha, de rotura interior y supervivencia, de mujeres buscando respuestas a unas circunstancias que, por mucha vergüenza que me de esta raza surrealista a la que pertenezco -la humana, no me malinterpreten- no creo que nadie merezca. Y menos ellas. Pero ya me contareis que os parece. No quiero desvelarla aquí.

Por mi parte, seguiré la pista de directora y actrices. Sigo sin salir de mi asombro con la interpretación de Luna Mijovic...
"Que tengo de papá?"
"Ehh... el pelo".

viernes, 28 de noviembre de 2008

Peter Tulia (Capítulo 2)


Cuando Peter se despertó en aquella fría e inhóspita habitación de pegajosa humedad, se sintió algo desorientado. Miró sus manos y comprobó que le habían quitado los grilletes. No es que importara mucho: la puerta seguía cerrada con llave, como pronto comprobó. Lo único que le acompañaba en su estancia era un pequeño plato. No recordaba haberlo tocado, pero estaba vacío. Con dificultad, intentó ponerse en pie apoyándose en el suelo. En el esfuerzo, emitió un pequeño gruñido que le dejó paralizado de repente. No reconocía su voz. Tras el susto inicial, comenzó a emitir distintas palabras y sonidos, como comprobándose. Pero nada había de su antigua voz. Esta nueva voz, ronca, atonal, grave y sin ningún tipo de timbre, no era la suya. Definitivamente. Pensó que quizás habrían estado experimentando con él mientras dormía pero, como pensaba en voz alta, de repente esa voz le sonó familiar. Siguió probando palabras hasta que cayó en la cuenta. Por fin había reconocido su nueva voz. Pronunció "para decir condiós a los dos nos sobran los motivos". No había duda. Tenía la voz de Joaquín Sabina. Su rechazo inicial se convirtió en sorpresa y excitación, y la excitación se tornó claridad cuando encontró la razón de ese extraño cambio: allí, en una esquina de la habitación, que no había examinado hasta ahora por la oscuridad, había una botella de ginebra vacía. De repente, empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza y sonrió. Peter era un tipo que prefería tener una explicación para las cosas que le pasaban.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Peter Tulia (Capítulo 1)


Peter Tulia, el gran conversador, se encontraba en un gran aprieto -nada de heces-: secuestrado como estaba, y ante la amenaza de matar a su familia, estuvo a punto de ceder lo único que podría mantenerlo con vida. Los EEUU necesitaban su cerebro pero, consciente de la inconsciencia que sería ceder su conciencia a inconscientes, pidió un gin-tonic y volvió a recibir otra descarga. Al fin y al cabo, nada dependía de él.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Manjares




Comiendo se come
y al comer se merma
el vacío estomacal.
Tanto en mesa, ¡pena da!
Vaciarla habremos de.

¡Oh, estómago sincero,
que agradeces calidad,
que no callas ante estruendos,
y que mueres con la edad!

Tras esta tremenda gilipollez, os dejo con un pequeño jeroglífico, atendiendo a las imágenes:



"¿Salísteis ayer?"



Las respuestas, en los comentarios.

domingo, 16 de noviembre de 2008

Cansado


Cansado de vivir en una ciudad en la que la gente presupone más arte del que tiene. De que se premie la mediocridad, de que la excelencia se castigue. De que algunos entren en los bares como el sheriff en el saloon, perdonando la vida a no se quién mientras se quitan las gafas con gesto de martini y cara de subnormal. Del clasismo a la baja de ciertos bares, que hacen de su clientela la flor y nata del analfabetismo más panderetil. De la gente que no tiene la capacidad de saber cuándo sobra, o que se hace la tonta cuando ello ocurre. De luchar por algo que no se sabe muy bien que es ni para qué se lucha. De despertarte al día siguiente y ver que todo está igual, que el pescado se lo siguen repartiendo los mismos imbéciles de siempre, y que todas las ganas de ayer no fueron sino el resultado del alcohol en su punto más alto. Cansado, en definitiva, de seguir teniendo ganas y de ver como el ladrillo de la realidad se estampa en tu cara en mil pedazos. Por suerte, el árbitro ha pitado el descanso justo a tiempo. Es hora de recuperar fuerzas: toca la segunda parte y esto no ha acabado. Cansado, pero porculero. Tela del telón.

lunes, 10 de noviembre de 2008

El detective Williams




La lluvia caía incesante cuando regresé de nuevo a mi sucio y desordenado apartamento. Vivía solo, pero ni un piso de estudiantes lo superaría en hedor. Uno se acostumbra a todo, y más trabajando en la calle y con tendencia al alcoholismo, como era mi caso. Rebusqué entre las botellas que había tiradas por el suelo por si aún quedaba un resto de whisky que me ayudara a terminar el día, pero lo único que encontré fue una triste cerveza en el frigorífico. Vacía. Tenía la costumbre de dejar los envases vacíos en la nevera. Tras la fallida búsqueda me percaté de que realmente tenía más hambre que necesidad de beber, pero esa brillante deducción no habría llegado si hubiera encontrado esa botella. Si sabía que poco alcohol iba a encontrar, con la comida ni lo intenté. A las 12 de la noche no me suelen apetecer cereales ni espárragos, únicas viandas existentes en la cocina. Una nueva caja vacía se sumaría en breve a esa columna que se apilaba junto al sofá y que cada vez iba pareciéndose más a la torre de Pisa, tanto porque estaba a punto de caerse como porque la formaban doce o trece cajas vacías de pizza. Supuse que llevarían allí unas dos semanas. Llamé para pedir comida y me recosté en el sofá a divagar. No tenía ganas ni de estirarme para alcanzar el mando del televisor. Cerré los ojos y me quedé durante un rato con la mente en blanco. Entonces ocurrió todo. Un meteorito del tamaño de una bola de ensaladilla de un kilómetro cayo allí, en pleno centro de Washington. Menos mal que yo estaba aquí, en Cádiz, así que me comí la pizza y me acosté a dormir. Al día siguiente regresé al trabajo, como siempre, volví a casa, pedí otra pizza y me puse a escribir gilipolleces como esta. Es lo que tiene ser un funcionario fracasado: con inquietudes, pero sin cojones.

El último día del año

EL ÚLTIMO DÍA DEL AÑO

El último día del año. Como siempre, toda la familia: padres, abuelos y tíos, con la novedad añadida -desde hace tres años- de un par de primitas gemelas, hijas de mi tía Isabel y su marido Juan. Eran las 10 y media. La mesa rebosaba opulencia, como siempre. Desde los mariscos más frescos de la bahía de Massachussets hasta la carne más jugosa de los cerros de Toledo, pasando por todo tipo de delicias de la dieta mediterranea y alguna que otra rareza que mi tio José había traído de China. Regarían tales viandas sendas botellas de Monchandón, sorpresa estrella de la mesa. Se acababa el año, otro más.
El reloj -mentira, el móvil- marcaba las 11 de la noche, y mis dos primitas sonreían ante el bullicio de las mujeres trayendo platos de la cocina al salón y la charla distendida de los hombres de la familia. Una familia judeocristiana, así es. El perrito de mis abuelos, Bandido, jugueteaba entre las guirnaldas y el árbol de Navidad. Navidad, año nuevo, promesas, sonrisas, alegría y buenos deseos. Nunca me han gustado esos momentos en los que se simultanean dos situaciones moralmente contradictorias. Lo digo porque no veía el momento de escaparme al cuarto de baño a meterme las dos rayas de coca que llevaba en el bolsillo.