La lluvia caía incesante cuando regresé de nuevo a mi sucio y desordenado apartamento. Vivía solo, pero ni un piso de estudiantes lo superaría en hedor. Uno se acostumbra a todo, y más trabajando en la calle y con tendencia al alcoholismo, como era mi caso. Rebusqué entre las botellas que había tiradas por el suelo por si aún quedaba un resto de whisky que me ayudara a terminar el día, pero lo único que encontré fue una triste cerveza en el frigorífico. Vacía. Tenía la costumbre de dejar los envases vacíos en la nevera. Tras la fallida búsqueda me percaté de que realmente tenía más hambre que necesidad de beber, pero esa brillante deducción no habría llegado si hubiera encontrado esa botella. Si sabía que poco alcohol iba a encontrar, con la comida ni lo intenté. A las 12 de la noche no me suelen apetecer cereales ni espárragos, únicas viandas existentes en la cocina. Una nueva caja vacía se sumaría en breve a esa columna que se apilaba junto al sofá y que cada vez iba pareciéndose más a la torre de Pisa, tanto porque estaba a punto de caerse como porque la formaban doce o trece cajas vacías de pizza. Supuse que llevarían allí unas dos semanas. Llamé para pedir comida y me recosté en el sofá a divagar. No tenía ganas ni de estirarme para alcanzar el mando del televisor. Cerré los ojos y me quedé durante un rato con la mente en blanco. Entonces ocurrió todo. Un meteorito del tamaño de una bola de ensaladilla de un kilómetro cayo allí, en pleno centro de Washington. Menos mal que yo estaba aquí, en Cádiz, así que me comí la pizza y me acosté a dormir. Al día siguiente regresé al trabajo, como siempre, volví a casa, pedí otra pizza y me puse a escribir gilipolleces como esta. Es lo que tiene ser un funcionario fracasado: con inquietudes, pero sin cojones.
lunes, 10 de noviembre de 2008
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